El volcán de Tajogaite, la fraternidad |
Hubo un volcán el nueve de octubre de 1712 en una finca del suroeste, propiedad toda ella de los terratenientes flamencos que compraron a los familiares del conquistador Alonso Fernández de Lugo. Era un terreno que ocupaba toda la vertiente, de mar a cumbre, y que todavía pertenece a sus herederos. Según las escasas crónicas de aquella erupción, se quemaron aljibes, “sesenta fanegas de sembradura, dos casas, pajares y graneros” pertenecientes a Doña Teresa Massieu.
Del volcán de El Charco, que así se llamó, no hubo tradición oral que perdurara en estas sedientas tierras de la vertiente oeste de la cordillera de volcanes que se inicia en la Punta de Fuencaliente y termina en el volcán Birigoyo. Nadie en 1949, año del Volcán de San Juan, había oído hablar de esa erupción de El Charco ni de ninguna otra. El asentamiento más próximo era y es Las Manchas, lugar que fue sepultado por el pago de Jedey en 1585, ciento veintisiete años antes. Pero tampoco se sabía en los pobladores de ese año 1949, de extrema sequía, que era aquella zona susceptible de erupciones. Había malpaíses inertes donde vivían los más pobres. Desde El Charco en 1712 no había habido volcanes en la Isla de La Palma: pasaron doscientos treinta y siete años. Eran tiempos de autarquía, de miseria y aislamiento.
El volcán de San Juan se llevó las mejores tierras y casi todo el caserío de El Cantillo lo que supuso la huida a Venezuela de casi todos los varones menores de treinta años que se organizaron secretamente para viajar a aquel país en veleros clandestinos en travesías de más de un mes a través del Atlántico, con enormes dificultades por la escasez de agua y comida. Tres tíos de quien suscribe se enrolaron en la embarcación denominada Nuevo Teide, que transportó el siete de abril de 1950 a 286 personas desde las costas de Fuencaliente. Ninguno de los tres regresó a La Palma.
“De las miserias suele ser alivio una compañía” una de las enseñanzas de la obra cumbre que en esta castigada parte de la Palma se hizo virtud a partir de aquel fatídico 24 de junio: trabajo asociativo, reparto de la escasez, alojamiento en los pajeros del pasto para los vecinos que perdieron sus casas bajo el volcán. El abuelo que había ido a las vegas de tabaco de Cuba vio cómo su finca de secano de provisiones desaparecía bajo aquel río ardiente.
El Volcán de San Juan nunca cicatrizó en las familias, su negra presencia se dejó sentir en los herederos que tuvieron que abandonar los infértiles parajes o sobrevivir en ellos. Veinte años más tarde llegó una tubería que traía el agua desde El Riachuelo: de nuevo, esfuerzo compartido. Otros vecinos, dos años más tarde colocaron dos nuevas tuberías de 15 kilómetros que llevó el agua de participaciones pequeñas a los últimos pagos, topónimos de Jedey y Las Manchas de Abajo. Hasta ese momento agua racionada de cinco litros por familia y día. Pero empezó a temblar la tierra. Era ya el año 1971.
Sólo habían pasado veintidós años y tres meses de la erupción anterior. Terremotos, derrumbes de riscos en los montes de La Cumbre. Ahora sí sabíamos de volcanes. Y llegó el miedo, de nuevo. La luz eléctrica estaba llegando por primera vez a los domicilios. Nadie sabía por dónde iba a reventar el volcán que llegaba, seguro. Los bombillos, que aquí no son bombillas, siempre encendidos. Ante los temblores fuertes, de noche, los padres levantaban a sus hijos de la cama. Terremotos intensos y de secuencia. El 26 de junio de 1971, de día, miramos al sur por el estruendo sobrecogedor que, en lugar de espanto, produjo alivio. Y una enorme columna de humo negro en Las Machuqueras de Fuencaliente, a 14 kilómetros, evidenciaba que esta vez no tocó donde había tocado antes un día de San Juan. Era el Teneguía, parecía pequeño e inocuo, (irreal porque fallecieron dos personas por la inhalación de gases). No había viviendas por allí sino cultivos de viña de secano, de subsistencia, sobre las escorias de los otros volcanes acaecidos en el S. XVII (San Antonio y Martín). Teneguía, aparentemente, fue un volcán bueno, atracción turística, la naturaleza fue benigna esta vez. Las cenizas que cayeron en las piñas de las plataneras de la Costa arruinaros las cosechas.
Las Manchas, el sur, recobró el aliento. “El peor de los miedos es al propio miedo”, dijo el estoico del Enquiridión. Y desapareció el miedo al miedo. No importó. Volcán apacible.
En 1997, veintiséis años después, llegan a La Palma los científicos de volcanes más importantes del mundo, según dijeron ellos mismos, más de un centenar y dicen que esta Isla “sufrirá más erupciones, crecerá en altura y, finalmente, colapsará». Sobresalto, otra vez la zona del castigo es la de siempre. Naturaleza del miedo. Son los volcanes que dicen que van a venir.
Simon Day, un científico inglés, eleva el temor a nuevas cotas diciendo que no sólo una erupción muy masiva podía hacer colapsar la isla sino que “el incremento de temperatura que se genera en toda erupción incrementaría la presión del agua acumulada entre las grietas de las rocas impermeables que forman el edificio volcánico de Cumbre Vieja”. Una erupción menor desencadenaría la catástrofe. La isla se partiría en dos. “Medio trillón de toneladas de roca se precipitarían en unos segundos al mar y, como reacción al impacto, se formaría una ola gigantesca de 650 metros de altura. Se trasladaría hacia el oeste a una velocidad de 720 kilómetros por hora y se desencadenaría un gigantesco tsunami que arrasaría las islas del Caribe y toda la costa este de Estados Unidos. La ola penetraría unos 20 kilómetros en el continente.”.
Inmediatamente la Sociedad Geológica de Londres escribió al ministro de Ciencia de Gran Bretaña, Lord Sainsbury, para que se tengan previstos planes de evacuación. Si todo dependía de una erupción en La Palma, ésta se podía desencadenar en cualquier momento.
Nosotros, la gente de Fuencaliente y Las Manchas, la gente del Volcán de San Juan y del Teneguía estábamos en el centro del derrumbe: de alguna manera nos sentíamos culpables necesarios, el mal partía de donde estábamos, éramos causantes anímicamente, de la desgracia mundial que se avecinaba. La cadena británica de televisión BBC emitió, enseguida, un documental elaborado con las tesis de Day. Era el año 2000, 39 años después del Teneguía. La única esperanza la daba Juan Carlos Carracedo, científico radicado en Canarias que llegó a calificar a su colega inglés como “persona carente de ética y con afán de protagonismo” anunciando algo que podría darse dentro de millones de años. Pero el miedo se extendió. Y por todo el mundo. Los turistas cancelaron viajes.
Benfield, una entidad americana de compañías de seguros, calculó que, sólo en la costa este de Estados Unidos, Centroamérica, Sudamérica y las islas del Caribe, el maremoto afectaría a más de cien millones de personas con el impacto de la ola que al llegar a la costa de la otra orilla tendría una altura de más de sesenta metros y un poder de penetración próximo a los quince kilómetros.
Se escribió una novela titulada “Volcán”, del escritor inglés Richard Doyle, especializado en temas de misterio y suspense que narra la erupción por el Charco Verde y sus consecuencias en América por el tsunami que provoca.
En 2004 se publicaba en Estados Unidos otra novela de ciencia ficción, escrita por el inglés Patrik Robinson, que es uno de los grandes novelistas de best sellers con temática naval. La novela se tituló “Scimitar SL-2” y trató de un grupo islamista interesado en atentar contra los Estados Unidos. Para conseguir sus objetivos, los terroristas secuestran un submarino nuclear con el cual pretenden bombardear con torpedos la Cumbre Vieja para que se produzca la ola que arrasaría gran parte de la patria del Tío Sam.
“El Quinto Día”, novela del alemán Frank Schätzing se refiere asimismo al volcán Cumbre Vieja y a su colapso provocado por animales marinos.
Era el fin. Éramos el centro de la hecatombe.
Para acrecentar la incertidumbre, algunos organismos introducen un nuevo término reservado también a la Cumbre que ellos llaman Vieja. Era 2017. Se trataba de la palabra “Enjambre”, que eran movimientos sísmicos sólo detectados por la tecnología que avisaban de que la tierra se movía… por donde se había movido en 1949 y 1971.
Con los enjambres sísmicos indetectables estuvimos dos años. Pero el 19 de septiembre sufrimos el terremoto mayor, que marcaba 4.3 en la escala Richter. Sabíamos que desde Tajuya a Fuencaliente estábamos en riesgo severo. Sabíamos que el volcán era ese día o al siguiente. Y lo fue.
Estábamos preparados para que la erupción fuera al sur de Jedey, en paraje deshabitado, pero reventó a tres kilómetros al norte, sobre zona muy poblada. Nos dijeron que iba a ser de escasa entidad y, sin embargo, fue el de mayores emisiones, tiempo y virulencia de los siete que ha habido en época de registros, desde 1440 (Tacande, Tihuya, Tigalate, San Antonio, El Charco, San Juan y Teneguía). Aquel fatídico día, desde la primera boca de fuego que surgió en la Hoya de Tajogaite ya sabíamos que llegaba el terror de nuevo a Las Manchas y, sorpresivamente, a Todoque, un asentamiento que no tenía historias relacionadas con volcanes. Miles de viviendas, negocios y fincas… En mi familia perdimos la casa natal, casa de los abuelos, corrales, bodega, aljibes y siete parcelas de cultivos de secano. Otra vez un volcán nos atacaba con dureza. Y toda la familia y vecinos, afectados.
Mientras Tajogaite vomitaba fuego, estruendos y lava, expulsaba hacia el cielo arena y lapilli que aquí llamamos granzón. El granzón se acumulaba sobre los tejados de las viviendas que todavía estaban sin arrasar. Todos los días había que subir a los tejados para evitar que el peso de las escorias del volcán los hundiera. Era un trabajo agotador. Mientras sacábamos el granzón seguía cayendo sobre nuestras cabezas las emisiones.
En un momento de cansancio aparecen unos vehículos militares con una docena de soldados de la UME que se ofrecen a ayudarnos. Era la casa familiar, a trescientos metros del cono que destruía todo. Fue un gesto memorable dentro de toda aquella pesadumbre incesante que producían los rugidos infernales del Volcán. Eran zonas restringidas, sólo aptas para los vecinos y propietarios en un asentamiento abandonado, negro e inhóspito, alejado de los núcleos habitados. Los vecinos nos ofrecíamos agua o pan para el desayuno. Cuando nos íbamos (el permiso de estancia caducaba a las dos de la tarde) no sabíamos si al día siguiente la casa seguiría en pie. El volcán más intenso de la historia abría nuevas bocas a un lado y otro del cono principal. Una colada pasó a escasos cien metros, atravesando el norte de la finca de arriba abajo. Operarios y voluntarios organizados por los ayuntamientos llegaban a diario a ayudar en lo que podían.
Perdimos la vivienda en la que nacimos y crecimos. Se edificó hace 200 años y se reconstruyó en varias ocasiones, una por generación. La primera boca reventó la tierra en Tajogaite, a escasos 700 metros en dirección este, sobre la ladera. Desde el principio, todo estaba perdido: huerta, bodega, aljibe, era, garaje, pajares, viviendas con recuerdos, enseres y documentos. Un poco más abajo sepultó, la misma colada y en el mismo día, el cementerio en donde estaban enterrados los cuatro abuelos y abuelas, padre, madre y un hijo fallecido prematuramente, como casi todas las muertes. Ya no tenemos donde poner flores. Sólo cabe el llanto. Pero es llanto compartido. Por la zona siempre aparece gente que a cien metros del cementerio arrasado llora a sus desaparecidos por segunda vez. Dolor compartido siempre es menos dolor.
Cuando nos encontramos afectados por las lavas, sin casa y deambulantes por hoteles, domicilios de amigos o parientes, nunca preguntamos a manera de saludo “dónde vives” sino que usamos la perífrasis de gerundio, no definitiva sino puntual “dónde está viviendo”, con la idea subliminal de la esperanza de que sea un adiós no definitivo. Decenas de metros de rocas en vertical sobre las casas anula para siempre un reencuentro imposible.
Fueron y son días terribles de acomodamiento a una realidad transformada. Incertidumbres que sólo se veían aminoradas con la solidaridad, que siempre es humana y sólo humana. Todos los días, con permisos especiales, los vecinos podíamos acceder a nuestras viviendas a retirar las cenizas y el lapilli que incesante cubría tejados amenazándolos con derrumbarlos. El volcán llevaba dos meses y medio y un reducido asentamiento en El Corazoncillo sobrevivía. Exhaustos, todos los días, gallofas (personas de trabajo voluntario y asociativo) nos subíamos a diario sobre las techumbres que desafiaban a Tajogaite. Cuando llegamos a la labor, con los útiles apropiados, carretillas, palas, zamuros y guatacas… nos quedamos inmóviles ante el panorama desolador: ya no estaban. Las casas ya no existían. Miradas en silencio, alguna lágrima y retorno en la pesadumbre.
Galdakaoko Boluntarioen Gizarte Elkartea (GBGE). Unos quince jóvenes se aproximan una mañana de especial estruendo del volcán, cuando dos familiares estábamos retirando el persistente granzón que, procedente del centro de la Tierra y expulsado a miles de metros hacia el cielo, llegaba todavía caliente a depositarse sobre las casas, amenazándolas con derribarlas. Hasta tres y cuatro metros de altura, sedimentos que lo arruinaban todo, excepto la ilusión. Ilusión que aportaron aquellos jóvenes que llegaron del País Vasco, ataviados con cascos y casacas fluorescentes, azadas, palas y miradas solidarias. Aquella cuadrilla de chicos y chicas que llegaron de un lugar tan lejano, situado exactamente a 2.108 kilómetros, a compartir trabajo, esfuerzo y dolor con nosotros, sirvió para que ese día, al menos, supiéramos que este terrorífico volcán conmovía. Dolor compartido es menos dolor. Y desde Galdácano lo entendieron.
Pasó el Volcán más intenso y más duradero de toda la historia en La Palma. La Isla no se partió en dos ni llegaron olas de 700 metros de altura a la costa Este de Estados Unidos. Simon Day, aquel científico al que Carracedo llamó carente de ética, no ha vuelto a decir nada ni se le ha visto por La Palma, una isla que no desapareció pero que vive el desasosiego provocado por el Volcán de Tajogaite. Sólo la fraternidad, expresada por tantos, dio y da esperanza.
Autor: Primitivo R. Jerónimo Pérez
0 Comentarios